La relación entre el trabajo y la ciudadanía
Trabajo y ciudadanía
Jean Yves Calvez *
Sacerdote jesuita,
teólogo y politólogo. Miembro de la Academia Pontificia de Ciencias y
consultor del Consejo Pontificio de Justicia y Paz. Catedrático del Centro
Sèvres de París
(Francia) y la
Universidad de Georgetown (EE.UU.). Preside el Foro Ecuménico Social de la
Argentina. Publicó Necesidad del trabajo y Una ética para nuestra sociedad en
transformación, entre otros.
Trabajo y ciudadanía
están estrechamente ligados, sobre todo desde la Revolución Industrial. La
economía contemporánea tiene, ciertamente, una tendencia a separarlos, pero
nosotros ¿debemos admitir esta separación? Este será el principal punto que
trataré a continuación.
En primer lugar me
pregunto: el trabajo ¿hacía al ciudadano en la Edad Media? Bastante poco,
pienso; podemos tomar como ejemplo al campesino, siervo atado a su señor y a
la tierra. O bien su relación política –y no verdaderamente una relación de
ciudadanía– que consistía precisamente en el vínculo feudal, lo más
importante para el hombre de esa época. El artesano era a menudo más
independiente. Su status social contribuía a su ciudadanía. Las corporaciones
tenían un rol y gozaban, en principio, de reconocimiento en las ciudades e
incluso en las aldeas: ahí entonces, los hombres estaban presentes por su
trabajo, por su profesión, no como ciudadanos abstractos o en sí. (El
campesino no era nadie fuera del vínculo con el señor).
El trabajo asumido y
protegido por la ciudadanía
Con la Revolución
Industrial el trabajador se convirtió, en gran medida, en asalariado,
contratado en la fábrica por un sueldo pero no era miembro de la realidad
social determinante: la sociedad de capitales. De esta forma se instituyó la
gran división entre capital y trabajo que han analizado y denunciado los
socialistas, especialmente Marx. Al mismo tiempo había nacido la sociedad
política democrática excediendo a los “antiguos regímenes” feudales o
monárquicos: la sociedad de ciudadanos, todos miembros; iguales al menos en
un principio. De esta forma el trabajo, frágil y precario, va encontrando
poco a poco –demasiado poco al principio– pero pronto, mayor protección en la
ciudadanía. El amplio derecho del trabajo derivó de esta. Principalmente a
principios del siglo XX, el trabajo dejó de ser un asunto meramente privado o
contractual.
El trabajo constitutivo de la ciudadanía
Correlativamente el
trabajo se convirtió en un factor decisivo de ciudadanía. En más de un
régimen socialista, evidentemente y hasta no hace mucho tiempo, un ciudadano
no podía no ser un trabajador: era ciudadano en tanto que trabajador. Incluso
fuera de regímenes socialistas, pienso, en Francia por ejemplo y en las
disposiciones constitucionales adquiridas en ese mismo país desde 1945: el
trabajo se convirtió en una obligación ciudadana, como regla correlativa el
Estado tiene el deber de buscar y ofrecer a todos un trabajo mientras pueda
hacerlo. El texto constitucional declara: “Chacun a le devoir de travailler
et le droit d’obtenir un emploi”[i].
Por otro lado, se ha hablado mucho de “civilización del trabajo”, para
significar que el trabajo es un factor central de la civilización y que
también, si tenemos en cuenta el lazo existente entre civilización y
ciudadanía (pensando en el civis del latín), es un factor decisivo de
ciudadanía. Según la visión de un famoso teólogo, el Padre Marie-Dominique
Cheng (1955), la civilización humana no puede, al menos actualmente, ser más
que una civilización del trabajo centrada en la participación de cada uno en
su trabajo.
Por supuesto, se
discutió esta visión y se la denunció por tener un carácter excesivo,
demostrando que hay otras dimensiones esenciales para la existencia humana:
“la obra” y “la acción”, dijo Hannah Arendt por ejemplo (principalmente en la
Condición Humana).
Además existe el
peligro de no ver en el hombre más que un trabajador, un faber, productor
material de bienes que desaparecen con su consumo, casi un simple instrumento
entre los instrumentos. Esto no impide que se defienda un cierto carácter
central del trabajo en la ciudad, reconociéndole un significado más profundo
que la sola significación “metabólica” que le reconocía Hannah Arendt. Para
Marx, en El Capital, y para muchos otros también, el trabajo es una
extraordinaria impresión del espíritu humano en su materia natural[ii].
El Papa Juan Pablo II
escribió toda una carta encíclica sobre el trabajo –más que nada sobre el
trabajador (Laborem exercens, son la palabras latinas que abren el texto)–,
donde consideró al trabajo como una dimensión esencial de la existencia
humana. Además remarcó que actualmente se juzga a la sociedad –incluida la
ciudad política– por la manera en que allí se trata, e incluso se remunera el
trabajo.
La reciente oposición
No hace mucho tiempo
se discutió, incluso con más vigor que como lo hiciera Hannah Arendt, la idea
de un carácter central del trabajo: a partir de la gran crisis que sufrió el
empleo a mediados de los años 70 luego de la repentina suba del precio del
petróleo. Jim Rifkin anunció en ese momento
“el fi n del trabajo”. Otros llegaron más lejos y dijeron haberse equivocado
largamente al reconocer tanto significado al trabajo, más que nada una
significación mayor de ciudadanía. Es perfectamente posible, dijeron, ser un
ciudadano sin hacer ningún aporte laboral remunerado a la sociedad. Y se
podría asegurar a todos los ciudadanos un sueldo básico –“allocation
universelle” [un subsidio universal]– incluso si nadie asume un trabajo
remunerado. Jean-Marc Ferry (1995), partidario de este “subsidio universal”
escribió palabras muy duras sobre el carácter “represivo” del trabajismo,
entendamos por esto la sociedad que impone a todos, en la medida de lo
posible, el deber de trabajar y busca garantizar la ocasión [para hacerlo].
Este sistema tendría como efecto y objetivo “someter” a los hombres, impedir
que surjan sus iniciativas, convertirlos casi en una dócil manada. Al mismo
tiempo y oponiéndose, Juan Pablo II decía: Yo me rehúso a creer que la
humanidad contemporánea, realizadora de tan prodigiosas proezas científicas y
técnicas, no sea capaz, con esfuerzo de creatividad inspirado por la
naturaleza misma del trabajo humano y por la solidaridad que une a todos los
seres, de encontrar soluciones justas y eficaces al problema esencialmente
humano del trabajo –agregando– [...] La convicción de la existencia de un
lazo esencial entre el trabajo de cada hombre y el sentido global de la
existencia humana se encuentra en la base de la doctrina cristiana sobre el
trabajo[iii].
El desinterés del liberalismo por el trabajo
Incluso en desacuerdo
con el recurso de un subsidio universal, el liberalismo económico y, más aún,
el financiero de los últimos años, fue progresivamente desinteresándose de
las consecuencias del subempleo y de su puesta en práctica, propició el desmantelamiento
de las legislaciones sociales y de numerosas protecciones. En un principio,
el liberalismo proclamó fuertemente su convicción de una cercana erosión de
la pobreza gracias al desarrollo económico de forma liberal: la prosperidad
se expandiría como por napas a partir de centros más dinámicos guiados por su
propio dinamismo. Desde un punto de vista más general, sin embargo, los años
90 han significado un notable retroceso para el empleo en numerosos países, y
una consecuente degradación de la pertenencia ciudadana de la mayoría. A
pesar de haber sido indemnizados y/o asistidos, incluso muy bien indemnizados
en algunos casos, los desocupados se revelaron como personas en precariedad
psicológica y material, dependientes, privadas de su autonomía, además
corrieron el riesgo de ser la presa fácil de clientelismos políticos de todo
tipo, todo lo contrario de ciudadanos firmes sobre sus bases. Al haber
perdido su apoyo en el trabajo reconocido, socialmente significativo, la
ciudadanía tiende a perder fuerza. Esta situación se observa cada vez más en
los suburbios y en otras zonas de vida precaria donde reinan la ausencia de
empleo y la perspectiva de emplearse o bien sólo hay changas [petits
boulots], incluido el comercio de drogas. El mínimo cuidado de los lazos
sociales esperables de los ciudadanos se borra. Consecuentemente, la
urbanidad, incluso la cortesía elemental, declina.
La necesidad de trabajo se mantiene
Teniendo en cuenta la
experiencia de los últimos años es posible afirmar que el perjuicio de la
desvinculación de la ciudadanía en relación con el trabajo socialmente
reconocido es un perjuicio inmenso: un perjuicio político después de haber
sido un perjuicio social. Y la conclusión es clara: podemos decir, y aun con
mayor firmeza que en los años 80 o 90 del siglo pasado, que no se puede
justificar por ninguna razón de teoría económica o sociológica el desinterés
por el empleo efectivo de las personas. Esto fue lo que quise expresar en mi
libro Nécessité du travail. Disparition d’une valeur ou redéfi nition?: A
raíz del crecimiento demográfico
excesivo a escala mundial, la humanidad permanece, aún hoy, en
general, bajo una fuerte necesidad que obliga –apuntando progresivamente a
soltar el resorte– a buscar la participación del mayor número posible en el
trabajo […] Para la personalización misma, por otra parte, en nuestra actual
situación y sin prejuzgar a largo plazo, el acceso al trabajo dentro del
‘sistema’ mismo del trabajo, que es el nuestro dentro de la sociedad
industrial resulta en la mayoría de los casos una necesidad.
En esta sociedad, en
efecto, el aspecto antropológico de formación, de disciplina y cultura del
hombre, que el pensamiento moderno asoció al trabajo, solo puede ser honrado
por el trabajo en su sentido común, en el seno de la gran organización del
trabajo, ya que no existen muchas otras ocasiones para el desarrollo creativo
personal (Calvez, 1997).
Actualmente no puedo
dejar de persistir en este sentimiento.
No se trata de una simple resistencia a la cultura del placer
No se trataba de eso,
y no siempre se trata de una conclusión moralista o represiva ni de una
resistencia a la cultura del placer. Se trataba, y se trata aún hoy más que
nada, de reconocer que la ciudadanía no puede ser sólo una pertenencia
formal, [sino] que debe incluir una verdadera sustancia. Y es, entre otras
cosas, aportando realmente los unos a los otros, con sus trabajos sobre todo
–también por toda la obra de cultura–, que los hombres son conciudadanos (¡no
por la sola declaración de sus derechos ciudadanos!). En la reciente
evolución de las cosas hay una suerte de confirmación negativa de lo que Marx
había observado, sin profundizar, acerca de la ciudadanía que no podría ser
simple abstracción, sin modificar en nada la situación concreta de los hombres
miembros de la ciudad, sino que debe penetrar su situación de seres de la
sociedad civil.
No se dice con eso
que es conveniente que un Estado dé trabajo de manera artificial, no importa
qué trabajo, por ejemplo el trabajo de funcionario, para que el ciudadano no
permanezca sin trabajo (es decir asistido). Hace falta más bien que se ocupe
de crear el nuevo trabajo del futuro, trabajo de relación interpersonal muy a
menudo, que aún hoy pena por encontrar su sitio a causa de varios prejuicios
y actitudes heredadas y que puede –y debe– ser promovido mucho más
vigorosamente. El trabajo poco automatizable es y será muy necesario o útil,
por otra parte. Un trabajo exigente, aunque de manera diferente de lo que fue
el trabajo industrial de gran esfuerzo físico. Hoy algunos le temen
justamente al trabajo de relación interpersonal, suponiendo sensibilidad
hacia el prójimo, incluso respeto por los otros, grandes virtudes sociales
por consiguiente. Sin embargo, es nuestro futuro y un verdadero progreso
humano está puesto en tela de juicio allí.
La ciudadanía por su parte recurrirá a un trabajo más social
Y creo poder agregar que, por su lado, todo
progreso de la ciudadanía de otro origen y por otras razones, no hace más que
favorecer el progreso del trabajo de relación interpersonal, que sea más
cultural, artístico y educativo, o más sanitario o más social. En efecto, se
pensó mucho en el trabajo como factor de ciudadanía, y para concluir quiero
llamar la atención sobre la ciudadanía, siempre implacable en un mundo de fuerte
densidad interhumana, como factor de desarrollo del trabajo mismo: un trabajo
social y ciudadano a la vez, ambos calificativos fusionados o casi.
Nuestro futuro tiene
mucho de humanidad social y poco de aislamiento individualista. Por más
fortalecidos que estemos por las posibilidades que nos ofrecen las increíbles
técnicas disponibles en la actualidad: ineluctablemente, pienso que se
percibirá que se es verdaderamente hombre y persona, autocentrado y “rico”
como decía Marx, sólo cuando encontramos a otro. Aunque nos encontremos en un
momento de individualismo extremo, trabajo y ciudadanía se fundirán más bien,
se unirán aún más, mañana.
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[i][Cada
uno tiene el deber de trabajar y el derecho de obtener un empleo] Estas líneas
pertenecen al
Preámbulo de la Constitución del 27 de octubre de 1946,
constitución de la Cuarta República. La
Constitución de la Quinta República, 4 de octubre de
1958, mantienen en vigencia las disposiciones
del mencionado Preámbulo
[ii]
Hannah Arendt se equivocó al utilizar solo una cita de Marx sobre el trabajo
comprendido en el gran
metabolismo de la naturaleza.
[iii]
Juan Pablo II, mensaje en la Conférence Internationale du Travail, 1982.
Bibliografía Calvez, Jean-Yves, Nécessité du travail. Disparition d’une valeur
ou redéfi nition? París, De L’Atelier, 1997. [En español, Necesidad del
trabajo. ¿Desaparición o redefi nición de un valor? Buenos Aires, Losada,
1999]. Chenu, Marie-Dominique, Pour une théologie du travail. París, Du Seuil, 1955. Ferry, Jean-Marc,
L’allocation universelle. París, Éditions du Cerf, 1995.
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